Ricardo Barreda, el odontólogo femicida

A casi 31 años de su cuádruple crimen, los ecos de su masacre todavía resuenan paredes adentro, en la casona de la calle 48 en La Plata.

Un 15 de noviembre de 1992, Nahuel se quedó solo. Tras una mañana de furia, aquel domingo perdieron la vida las cuatro mujeres que vivían con él. Quien le había dado cobijo, apareció muerta junto a su madre, su abuela y su hermana. Y lo peor, horas más tarde su asesino le acariciaba tiernamente la cabeza, mientras la policía trataba de investigar qué había pasado en esa casona de la calle 48, pero él no podía decir nada.

Ese domingo los diarios reflejaban el triunfo de Los Pumas sobre Francia, también que Boca mantenía la punta del campeonato tras ganarle como local por 1 a 0 a Gimnasia y que el vicepresidente de la Nación Eduardo Duhalde, pensaba dividir en dos al ministerio de Economía para de esta formar licuar un poco el poder de su titular, Domingo Felipe Cavallo.

En medio de esa realidad que envolvía al país entero, una noticia en la capital provincial ganaría espacio en matutinos e informativos radiales y televisivos: sobre la calle 48 entre 11 y 12, cuatro mujeres habían sido masacradas a escopetazos y el principal sospechoso era Ricardo Barreda, un odontólogo platense que era padre de dos de ellas, esposo de otra de las víctimas y yerno de la restante.

Aquella fatídica mañana Barreda le dijo a su mujer Gladys McDonald, que iba a limpiar las telarañas del techo y que luego cortaría la parra, ella le respondió con el modo despectivo con el que acostumbraba tratarlo “Andá a limpiar, que los trabajos de Conchita son los que mejor te quedan. Es para lo que más servís”. Ese trato dialécticamente violento hacia el odontólogo, provocaría una respuesta física desproporcionada por parte de él, y sin saberlo, esa sería la última vez que le diría algo a él o a cualquiera.

El matrimonio estaba roto desde hacía más de una década, y Barreda había vivido durante mucho tiempo solo. Pero las apariencias habían hecho que volvieran a convivir, ya que las cuatro mujeres habían residido durante algún tiempo en un departamento de calle 45, pero los problemas económicos las forzaron a volver a la casona de calle 48, lugar que debían compartir con quien finalmente sería quien decidiría que esa fuera su morada final.
Pero volver a la casa de quien legalmente todavía era su marido no significaba tener que estar bajo su autoridad, por el contrario, según puede inferirse por los relatos del odontólogo, se estableció una especie de matriarcado, donde su suegra y su mujer llenaron de oprobios y humillaciones al único integrante masculino de la familia.

EL FATÍDICO RELATO

“Aquel domingo bajé lo más tranquilo. Ellas acababan de almorzar. Pasé por la cocina y le dije a mi esposa: voy a pasar la caña en la entrada, el plumero en el techo, porque está lleno de insectos atrapados que causan una muy mala impresión. O si no, le digo, voy a cortar y atar un poco las puntas de la parra que ya andan jorobando. Voy a sacar primero las telas de araña de la entrada, que es lo que más se ve. Me dice: ‘mejor que vayas a hacer eso. Andá a limpiar que los trabajos de Conchita son los que mejor te quedan. Es para lo que más servís.’ No era la primera vez que me lo decía y me molestó sobremanera. El asunto viene a que yo me atendía mi ropa, si se me despegaba un botón me cosía el botón. Es decir, me atendía personalmente en todo lo referente a mi indumentaria. Al contestarme ella así, sentí como una especie de rebeldía y entonces le digo: el Conchita no va a limpiar nada la entrada. El “Conchita” va a atar la parra. Para hacer eso había que sacar una escalera del garaje. Voy a buscar un casco que estaba en el bajo escalera, porque tuve dos conocidos que haciendo cosas similares se vinieron abajo y tuvieron lesiones serias en la cabeza. Entonces yo me había comprado un casco de esos de obreros de la construcción y voy a buscar el casco y encuentro que afuera del bajo escalera, entre una biblioteca y la puerta, estaba la escopeta parada. Los cartuchos estaban al lado, en el suelo, en una caja, y así habían estado desde hacía mucho tiempo. Y ahí, bueno, fue extraño. Sentí como una fuerza que me impulsaba a tomarla. La tomo, voy hasta la cocina, donde estaba Adriana, y ahí disparo”, contó durante el juicio.

“Mami, está loco” gritó Adriana, su hija menor que era abogada, pero el dentista estaba cegado, e impulsado por la rabia y la impotencia, asesinó a Gladys, su mujer. Luego ajustició a su suegra, Elena Arreche, a quien culpaba de toda su desgracia y que paradójicamente, le había traído desde Europa como regalo el arma con la que sería asesinada, una escopeta Víctor Sarasqueta calibre 16. Seguramente, jamás imaginó que ese presente sellaría su final.

La orgía de pólvora y sangre terminó cuando cayó Cecilia, su hija mayor, con quien compartía la profesión y por la que confesó durante el juicio sentir más cariño. Ella bajaba detrás de su abuela por las escaleras y le propinó el último agravio que terminó de colmar la furia de Barreda “¿Qué hiciste, hijo de puta?” le espetó. Y ya no pudo decir nada más. Recibió un escopetazo de quien la había engendrado.
Cecilia era la dueña del único sobreviviente de la masacre de la calle 48, un ovejero alemán llamado Nahuel, que luego quedaría en manos de una de sus amigas.

Las víctimas: Adriana y Cecilia Barreda; Elena Arreche y Gladys McDonald.

EL POSCRIMEN

Lo que sigue es historia conocida, Barreda recogió los cartuchos y los guardó en el baúl del auto. Armó la escena tratando de fingir un robo, para ello desacomodó los muebles y tiró papeles. Tomó su Ford Falcon, se deshizo de los cartuchos arrojándolos en una boca de tormenta y de la escopeta tirándola en un canal en un lugar cercano a Punta Lara.
Para tranquilizarse, fue al zoológico, porque según sus propias palabras, ver los elefantes y las jirafas le daba calma. Luego se dirigió al cementerio y finalmente, comprobando que lo sucedido no le provocaba ningún tipo de remordimiento, pasó con su amante, Hilda Bono, por un hotel alojamiento.

EL REGRESO A LA ESCENA

A medianoche, regresó a su casa y como era de esperarse, fingió sorpresa en donde había armado la escena. Llamó a la policía y aseguró “Volví a mi casa de pescar y me encontré con cuatro bultos. Acá hubo un asalto”.

Pero la actuación no era su fuerte y como normalmente el que descubre la escena de un crimen es el primer sospechoso, fue llevado a la comisaría.
Ya en el destacamento policial, el comisario Ángel Petti lo quebró con una maniobra usual para este tipo de crímenes: le dio un ejemplar del Código Penal abierto en la página que contenía el artículo 34, que establece la inimputabilidad de aquellos que no entienden lo que hacen, por locura u otra causa.

El comisario no tenía dudas de que el asesino era el odontólogo y tras convidarle un cigarrillo en su despacho, le preguntó qué había hecho ese día: “Fui a pescar, después fui a ver a mi amante. Comimos pizza. Y cuando volví a casa me encontré con todo esto”.

FRENTE A FRENTE CON UN HOMICIDA

Fue en ese momento que el asesino quedó solo con el Código Penal y a la vuelta, el intercambio entre el criminal y el agente de la ley, termina con la farsa de Barreda.

“Así que una vez hizo un curso de criminología” dijo Petti.

“¿Cómo lo sabe?” contestó el odontólogo

“No importa. La cuestión es que lo sé. También sé que practicó tiro contra un árbol” disparó el policía.

“Dígame quién se lo dijo” pidió ansioso Barreda.

“Está bien. Pero con una condición” asintió el oficial, que ya sabía que tenía delante suyo a un asesino.

“¿Cuál?” preguntó el femicida.

“Que me diga dónde está la escopeta con la que mató a su familia” solicitó el agente de la ley.

“La tiré en Punta Lara” indicó Barreda sin darle importancia a la respuesta

“Ok. Levántese. Vamos a buscarla”, ordenó el comisario.

Poco tiempo después, confesó con detalles el cuádruple crimen y fue condenado a reclusión perpetua, por triple homicidio calificado y homicidio simple, ya que la teoría de uno de los peritos de que padecía de “psicosis delirante”, solo fue aceptada por uno de los tres jueces.

Durante las audiencias los relatos de Barreda eran espeluznantes, pero más preocupante era la naturalidad con la que los contaba. “Cuando pasó lo que pasó, yo no era yo. Era otro. Un extraño. Un desconocido que llegó a hacer lo que yo nunca hubiese hecho. Discutí con mi esposa y una nebulosa me hizo perder la noción de las cosas. Escuché voces y vi los bultos en el suelo. Me vi sentado con la escopeta en las manos” contaba.

“Yo no era yo. Vi un bulto, era una persona caída. Después vi más bultos. Me pregunté qué pudo haber pasado. Eran ellas. Mi esposa, mi suegra y mis dos hijas. ¡Dios mío, qué he hecho!” dijo, sin que en esa última frase se le notara un atisbo de arrepentimiento.

También aseguró que por el maltrato, la fantasía del crimen se terminó materializando. “La idea de matarlas la tenía en la cabeza. Me humillaban todo el tiempo. No sé por qué, pero se me había metido en la cabeza una idea fulera. Una idea fuerte. Una idea fija. Una idea de muerte. Eran ellas o yo”.

LAS MUJERES, SU PROBLEMA Y SU SOLUCIÓN

Las mujeres fueron el eje de la vida de Barreda. Durante mucho tiempo fueron su tortura. Tras su día de furia se convirtieron en su condena y le dieron un pase a la fama. Y mucho tiempo después serían sus salvadoras, o por lo menos intentaron serlo.

Durante su tiempo de encierro tuvo una conducta ejemplar y hasta formó pareja con una mujer que conoció por carta. Ella sería su llave hacia la libertad, ya que tras 13 años preso, el 23 de mayo de 2008, Ricardo Barreda salió de la cárcel de Gorina bajo el beneficio de prisión domiciliaria, para vivir con su novia Berta Pochi André, en el coqueto barrio de Belgrano.

Casi tres años más tarde, en enero de 2011, salió sin autorización de su domicilio acompañado por su pareja, aduciendo qué salió por una “urgencia” ya que se había “descompuesto” y fue a la farmacia para tomarse la presión. Este error lo devolvió, aunque por poco tiempo, a su rutina intramuros.

El 10 de febrero de 2011 regresó a la prisión domiciliaria y el 29 de marzo de 2011, fue beneficiado con libertad condicional, por considerarse que el cómputo de tiempo transcurrido en prisión “excedía” el de la condena impuesta. “Ahora voy a poder salir a la calle para caminar, ya que el arresto domiciliario me limitaba mucho”, aseguró Barreda.

Tras casi cuatro años de convivencia con Berta, Barreda debió volver a prisión y fue trasladado a la Unidad 25 del penal de Olmos. La decisión la tomó el juez del caso donde se tratan los problemas de convivencia con su novia, al argumentar que era “riesgosa la combinación entre la debilidad mental presunta de Berta, con las posibles reacciones que pueda tener Barreda”.

Algunos problemas de pareja hicieron al magistrado considerar que no podían seguir viviendo juntos en el departamento del barrio porteño de Belgrano, y el dentista no tuvo cómo acreditar otro lugar donde residir, por lo que no podía cumplir con una de las condiciones para que gozara de la libertad condicional: fijar un domicilio de residencia estable.

Luego de regresar a un régimen cerrado, el odontólogo volvió a recibir la buena voluntad de otra mujer para alojarlo en su casa, pero el juez de la causa consideró que Yolanda Sonia García, una desocupada que vivía en Olmos, no reunía las condiciones de salud, psicológicas y económicas para hacerlo.

UN PARIA EN LIBERTAD

Tras declararse extinguida su pena, en mayo de 2016 Barreda volvió a tener problemas con quienes lo asistieron en un hospital de la localidad de General Pacheco. Allí había acudido con una identidad falsa y permaneció internado durante 457 días debido a un cuadro de salud mental.
Estando nuevamente en libertad ya no era la persona que había sido hasta antes de gatillar la Victor Sarrasqueta, no tenía ni su presencia, ni su pasar económico, y se había convertido en un paria para una sociedad que tras el crimen eligió darle la espalda.

A principios de 2020 fue internado en un geriátrico de  San Martín, tenía 83 años y padecía de Alzheimer. El 25 de mayo de ese año, un paro cardiorespiratorio terminó con su existencia mientras el mundo era sacudido por la pandemia de covid 19. Había dejado de vivir un hombre que tras ser víctima, decidió convertirse en victimario, y que durante los 28 años posteriores al crimen, jamás mostró una pizca de arrepentimiento.

Fuente: La Prensa